Sr. López Llorente, Obispo de
Segorbe-Castellón
Monseñor: en mi pueblo, para la gente que es baja, sea de clase o de conducta, se usa un término simple, persona mala, que es distinto de ser
mala persona. Y lo digo en razón de una carta en la que usted ha denigrado a
unos niños, justo cuando la palabra amor
impregna cada una de las homilías que se escuchan en iglesias y catedrales.
Sus palabras, obispo, suenan como una bofetada en pleno rostro. Son palabras inaceptables, aunque
al revestirlas de asertividad pretenda darles un lustre del que carecen.
Dice que el matrimonio entre personas del
mismo sexo es la base "para la
destrucción de la familia" y tiene entre sus efectos "el notable aumento de hijos con graves
perturbaciones de su personalidad".
Solo se me ocurren tres posibles razones
para tales afirmaciones.
La primera es que se apoye en evidencias.
Pero eso no es posible, no las hay. Le podría dar múltiples referencias de artículos
publicados en revista médicas, bioéticas, psicológicas o psiquiátricas, (revista
de gran factor de impacto, por si le interesase ese dato) que muestran que no hay
diferencias entre los hijos de homosexuales y heterosexuales, entre hijos de
una familia tradicional y de una familia no tradicional, que diría usted. No
las hay, pero sí señalan los estudios una tendencia (no significativa, cierto
es, pero tendencia) a un mayor compromiso de esos niños para con los Derechos
Humanos y en la defensa del débil, hacia él cual muestran más empatía. Los
investigadores concluyen que es debido a su crianza en un ambiente familiar que
inculca esos valores, dado que todavía sus padres han de defender sus derechos, los
DDHH, casi todos los días, como hoy hago yo. Lástima que a usted no se le educase
en esos valores y esa defensa.
La segunda es que hable desde la
propia experiencia. Deseo que no sea el motivo y, si lo fuese, lo lamento. Vivir
en una familia que destroce a un niño debe ser horroroso y si, mas de 60 años después,
las heridas siguen sangrando, es que fueron muy profundas. La violencia en la
familia es nefasta. Pero los dolores propios no pueden servir de excusa para
causar dolor a otros. Deben ser motivo para defender al hombre, no para
criminalizar sin causa.
La tercera es la impudicia en la
palabra. El hablar por hablar, para causar daño y dolor, para crear una base ideológica
desde la que atacar a otro porque es diferente. Porque no vive como yo deseo. En
esto hay que reconocer la existencia de una gran tradición. Baste recordar con que facilidad se pasó del “no juzguéis y no seréis
juzgados” a la Santa Inquisición, que amén de juzgar, se encargó de saquear,
torturar y matar a miles de personas. Pero, señor obispo, aunque lo desee, la
Edad de Hierro del Papado no volverá, ni el esplendor del Poder Temporal, ni
usted podrá llevar sus oropeles a pasear por sus tierras recibiendo la pleitesía de la plebe.
El respeto se
gana, no lo otorga ni un anillo ni una mitra. La Iglesia ha ido olvidando las
bases que la formaron y el episcopado se ha desnaturalizado tanto que ya nadie recuerda
las palabras de la Primera Epístola a Timoteo: «Si alguno anhela obispado, buena obra desea. Pero es necesario que el
obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso,
hospedador, apto para enseñar; que no sea dado al vino ni amigo de peleas; que
no sea codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que
gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad;
pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de
Dios?”
Marido,…prudente,…amable,…hijos,…
son verbos hermosos. Usted, que no
ha formado una familia, (vivir en familia no es formarla), en vez de
conjugarlos, se permite opinar y, con atrevimiento, dañar.
Defienda su
modelo de familia o de sociedad, pero respete, como desea ser respetado, los
otros modelos.
Y si quiere hablar
de niños en riesgo, vuelva la vista a los cientos de ellos que en España pasan
hambre todos los días, HAMBRE, obispo, mientras millones de euros vuelan a las
manos de los ricos sin que resuene en los palacios episcopales el látigo con él
que Jesús arrojó a los mercaderes del templo.
A nadie le voy a permitir que
falte al respeto a mi hijo. Ni por cómo ha nacido ni por ser hijo de quiénes es.
Con sus palabras, señor, le ha faltado al respeto a él y a miles de niños a los
que ni conoce ni, obviamente, proyecta conocer. Ha faltado al respeto a miles
de familias de las que no sabe nada porque ni las entiende ni tiene un alma
limpia para acercarse a ellas. La concupiscencia, la lascivia en la palabra, es
un gran pecado, sobre todo cuando hace daño a inocentes.
“De
cierto os digo que en cuanto lo hicisteis á uno de estos mis hermanos
pequeñitos, á mí lo hicisteis ". (Mt. 25, 40)
Esa es mi esperanza: saber que,
antes o después, Ilustrísima, usted comparecerá ante Él. Saber que Él le mirará
a la cara. Saber que Él le arrojará a ella Su desprecio. Porque ser Obispo nunca puede significar hacer
daño a uno de estos mis hermanos pequeños.
A mi marido y a mí, Dios nos ha
dado un hijo. Que usted no haya entendido eso solo demuestra lo lejano que está
de Él.
Pedro Fuentes
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